domingo, 10 de abril de 2016

Lectura en el aula

Hoy hemos pasado un buen rato haciendo lo que realmente queríamos, leer nuestros cuentos e historias preferidas.


domingo, 14 de febrero de 2016

domingo, 8 de septiembre de 2013

lunes, 13 de mayo de 2013

Cuentos para leer, escuchar y pensar

CUENTOS


La aventura del bosque

Dos  hermanos  viajaban  juntos;  hacia  el
medio  día  se  tendieron  en  el  bosque  para
descansar.
Cuando  despertaron  vieron  cerca  de  ellos  una
piedra,  con  unas  palabras  escritas  sobre  ella;  las
descifraron y esto fue lo que leyeron:
Que  quien  encuentre  esta  piedra  camine  por  el
bosque hacia el Oriente; que en su camino hallará
un  río;  que  lo atraviese;  en  la  otra  orilla  verá a
una osa con sus crías; que coja los ositos y escape                         
a  la montaña  sin  regresar. Allí verá una  casa, y
en aquella casa encontrará la felicidad.
Entonces dijo el menor al mayor:
--Vamos  juntos;  a  lo mejor  podamos  atravesar  el
río,  agarrar  los  ositos,  llevarlos  a  aquella  casa  y
encontrar ambos la felicidad.
Pero el mayor replicó:
--No iré en busca de los osos, ni te aconsejo que lo
hagas. En primer lugar, porque nada prueba que lo
que está escrito sobre esta piedra  sea verdad, a  lo
mejor  se  trata  de  una  broma;  en  segundo  lugar,
porque  es muy  posible  que  hayamos  leído mal  lo
que ahí dice; y además, aun admitiendo que  todo
esto sea verdad, pasaremos la noche en el bosque,
no  hallaremos  el  río  y  nos  vamos  a  perder.  Y  si
hallamos el río, ¿acaso vamos a poder atravesarlo?
Tal vez sea muy ancho y su corriente rápida. Y en
caso  de  que  lográramos  pasarlo,  ¿crees  que  sería
fácil  apoderarse  de  los  ositos?  La  osa  nos
degollaría, y en vez de  la felicidad encontraríamos
la muerte. Por otra parte, aunque consiguiéramos
agarrar los ositos, no nos sería posible escapar sin
poder descansar antes de  llegar a  la montaña. Por
último, no veo en qué consista la bendita felicidad
que se encuentra en aquella casa; a lo mejor no se
trate  sino de una dicha  con  la que nada podamos
hacer.
Y el hermano menor repuso:
--No comparto tu opinión; sin motivo alguno no se
escribió  eso  en  esta  piedra.  El  sentido  de  las
palabras  es  claro  y preciso. Primero  el peligro no
es tan grande como lo pintas. En segundo lugar, si
no  somos  nosotros  los  que  vamos,  otro  podrá
descubrir  esta  piedra,  hallar  la  felicidad  en  lugar
nuestro y nosotros nos quedaremos sin nada. 
Por  otra  parte,  nada  se  consigue  sin  esfuerzo.  Y,
además, yo no quiero pasar por cobarde.
A lo que dijo el hermano mayor:
--Bueno, ya sabes el proverbio: "La codicia rompe
el  saco",  o  aquel  otro:  "Más  vale  pájaro  en mano
que cien volando".
Contestó el menor:
--Y yo he oído decir: "Quien no se arriesga no pasa
el mar",  y  también:  "Bajo  una  piedra  inmóvil  no
corre el agua". ¡Creo que es hora de partir!
Así que el menor se fue y el otro se quedó.
Un  poco  más  lejos,  en  el  bosque,  el  menor
encontró un río,  lo atravesó, y  junto a  la orilla vio
una osa que dormía; cogió  las crías y, sin volver a
ver  atrás,  echó  a  correr  hacia  la  montaña.  En
cuanto llegó a la cima, una multitud de gente salió
a su encuentro y le transportó a la ciudad, donde le
nombraron rey.
Reinó durante cinco años; al  sexto, otro  soberano
más  fuerte que él  le declaró  la guerra,  se apoderó
de la ciudad y le expulsó.
Entonces, el hermano menor quedó de nuevo en la
calle  y  volvió  a  la  casa  del  mayor,  que  vivía
pacíficamente en el campo, ni rico ni pobre. 
 
Los  dos  hermanos  sintieron  mucho  gusto
contándose su vida.
--Bueno, ya  lo ves –le dijo el mayor– que yo tenía
la razón. Mientras yo he vivido sin peligros, tú, que
fuiste  rey, has vivido en cambio una vida  llena de
tormentos.
A lo que respondió el menor:
--No me arrepiento de mi aventura del bosque; es
cierto que ahora ya no soy nada; pero  tengo, para
embellecer mi vejez, el corazón lleno de recuerdos,
mientras que tú no los tienes.



La camisa del hombre feliz

En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor.

Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.


El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:

—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.


Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la Tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor. Y quien lo tenía se quejaba de los hijos.

Pero una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:

—¡Qué bella es la vida!, Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares, ¿qué más podría pedir?

Al enterarse en palacio de que por fin habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:

—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!

En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.

Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, pero cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:

—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!

—Señor —contestaron apenados los mensajeros—, el hombre feliz no tiene camisa.


El elefante encadenado






El Buscador

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador.

Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco esa alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente para quien su vida es una búsqueda.

Un día un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió. Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó Kammir, a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspaso el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos eran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción … "Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días". Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida, sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar… Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla decía "Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas". El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar, era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

- No ningún familiar - dijo el buscador - ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de chicos?.

El anciano sonrió y dijo: -Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: a la izquierda que fu lo disfrutado…, a la derecha, cuanto tiempo duró ese gozo. ¿ Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?…¿Una semana?, dos?, ¿tres semanas y media?… Y después… la emoción del primer beso, ¿cuánto duró?, ¿El minuto y medio del beso?, ¿Dos días?, ¿Una semana? … ¿y el embarazo o el nacimiento del primer hijo? …, ¿y el casamiento de los amigos…?, ¿y el viaje más deseado…?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano…?¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?… ¿horas?, ¿días?… Así vamos anotando en la libreta cada momento, cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba.

Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido...


 El niño al que se le murió el amigo

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
FIN


 Los relojes

 Me avergüenza confesar que hasta hace muy poco no he comprendido el reloj. No me refiero a su engranaje interior -ni la radio, ni el teléfono, ni los discos de gramófono los comprendo aún: para mí son magia pura por más que me los expliquen innumerables veces-, sino a la cifra resultante de la posición de sus agujas. Éstas han sido para mí uno de los mayores y más fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones. Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo que en muy contadas ocasiones responderé con acierto. Sin embargo, si algo deseo de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido. De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular: 

Ya se van los pastores a la Extremadura.
Ya se queda la sierra triste y oscura...

También me gustaba un reloj de sol, pintado en la fachada de una iglesia, en el campo. Este reloj me parecía algo tan cabalístico y extraño que, a veces, tumbada bajo los chopos, junto al río, pasaba horas mirando cómo la sombra de la barrita de hierro indicaba el paso del tiempo. Esto me angustiaba y me hundía, a la vez, en una infinita pereza. Cómo me inquieta y me atrae el tictac sonando en la oscuridad y el silencio, si me despierto a medianoche. Es algo misterioso y enervante. Durante la enfermedad, si es larga y debemos permanecer acostados, la compañía del reloj es una de las cosas imprescindibles y a un tiempo aborrecidas. Me gustan los relojes, me fascinan, pero creo que los odio. A veces, la sombra de los muebles contra la pared se convierte en un reloj enorme, que nos indica el paso inevitable. Y acaso, nosotros mismos, ¿no somos un gran reloj implacable, venciendo nuestro tiempo cantado?
Deseo tener un reloj. Muchas veces he pensado que me es necesario. No sé si llegaré a comprármelo algún día. ¿Lo necesito de verdad? ¿Lo entenderé acaso?
FIN


La diosa Freya y la crisis de la levadura

                          1
 
Allá arriba donde el planeta se codea con el cielo y la gente se abre paso entre auroras boleares
para ir a sus quehaceres cotidianos, las Islas Feroe se equilibran sobre las gélidas aguas del Océano
Atlántico Norte. Comadre de países tan disímiles como Islandia, Groenlandia y Escocia, este inverosímil rompecabezas de diez islas verdes y frescas cual esmeraldas suele ser el lugar de vacaciones de Freya, la diosa nórdica de la fertilidad, el amor y la alegría de vivir.
 
Ahora, en otro país más al sur, el Reino de Dinamarca, célebre en el mundo entero por sus formidables tormentas de hielo, sus patitos feos, sus melancólicas sirenas y sus panes y pasteles y  cervezas, se produjo hace algunos años atrás una violenta discusión entre panaderos, pasteleros y cervezeros en torno a la imprescindible y milagrosa levadura.
 
Los panaderos afirmaban que este producto natural que da consistencia y cuerpo al pan se llamaba dura leva (del latín: duro y levantar); mientras que los pasteleros, seres más intrincados y metafísicos, insistían en las palabras leva y dura (del latín: levitar y durar). Y los cervezeros estaban siempre tan borrachos que que no estuvieron en condiciones de presentar una teoría coherente. 
 
                                                                                 2                                                                           
 
 
Filósofos, filólogos y lingüistas fueron consultados hasta el hastío por la prensa y la televisión. El debate se expandió por la internet a todos los reinos escandinavos con tanta intensidad y fuerza que satélites y estaciones espaciales cayeron desde el cielo estrellándose contra el planeta.
 
La producción de pan y bizcochos, cervezas y levadura se estancó durante muchos años. Los súbditos nórdicos salieron a las calles a apedrear sus panaderías y pastelerías y cervezerías; los estudiantes y los sindicatos hicieron monstruosas manifestaciones de protesta destrozando todo a sus pasos y los políticos y la realeza se fueron a vivir a Ibiza.
 
Y ya no hubo mas levadura o duraleva en los otrora apacibles reinos escandinavos.
 
Las noticias llegaron a las diez Islas fereoenses y a los oídos de Freya. Y la formidable y bella diosa dorada interrumpió sus merecidas vacaciones, viajó inmediatamente al pasado, AD 1491, para pedirle a Cristóbal Colón una carabela prestada. Navegó nuevamente desde El Puerto de Palos en España de regreso a las Feroe. Cargó el navío con toneladas de cubitos de levadura y emprendió su ya legendario viaje desde El Puerto de Thor a través del Atlántico Norte hasta el neblinoso Puerto de Los Comerciantes en la ciudad de Copenhague, capital del reino danés.
 
Sin tripulación ni escolta, Freya jamás se sintió sola ni amedrentada. Sirenas y tritones la guiaron y le cantaron, y gigantezcos moluscos cefalópodos dibranquiales y octópodos de cien metros de longitud se acercaron cuidadosamnte a la nave para acariciarla y besarla. La travesía duró cuarenta días y cuarenta noches y en la madrugada del día número cuarenta y uno, una paloma trayendo una ramita de olivo se posó en el mástil del navío. Había llegado pot fín al Puerto de Los Comerciantes.
 
                                                                                                3
 
La diosa estableció inmediatamente sus cuarteles generales al lado de la célebre estatua de La Sirenita. Y con su voz poderosa y su genio violento y brutal ordenó a todos los países nórdicos a callar y venir a buscar la tan codiciada levadura.
 
Y las multitudes llegaron. Algunos transportándose en tablas relativamente largas sobre ruedas dezlizándose con el impulso de un solo pié contra el suelo. Otros en vehículos de cuatro ruedas de tracción animal que se dedican por lo general al acarreo de seres humanos y elementos pesados. También llegaron en máquinas de dos ruedas de igual tamaño cuyos pedales transmiten el movimiento a la rueda trasera por medio de dos piñones y una cadena. O artefactos de cuatro ruedas que pueden ser guiados para marchar por una vía ordinaria sin necesidad de carriles y llevan un motor que los pone en movimiento. Y en aereonaves mas pesadas que el aire, provistas de dos alas, cuya sustetentación y avance son consecuencia de la acción de uno o varios motores. O aereonaves de tamaño reducido y gran velocidad destinadas principalmente a reconocimientos y combates aéreos. Incluso muchos llegaron en canastos sujetos a bolsas de material impermeable y de poco peso, de formas más o menos esféricas, llenas de aire caliente cuya fuerza ascensional es mayor que el peso del conjunto. Y también simplemente en botes, canoas, barcos y
hasta en gigantezcos portaviones.
 
Freya distribuyó ordenadamente las porciones de la substancia constituida principalmente por organismos capaces de aumentar el vólumen de la harina mezclada con agua o hacer fermentar el cuerpo de los elementos con que se mezcla. O sea, la tierna y olorosita levadura.
 
Panaderos, pasteleros y cervezeros se reconciliaron gracias a la dulce sonrisa de la hermosa Freya. Y los monarcas y políticos fugitivos regresaron tostaditos de sol Ibiziano y gorditos de paellas a sus palacios, mansiones y paramentos.
 
Y la diosa devolvió la carabela a Cristóbal, y voló de regreso a las Islas Feroe a continuar sus vacaciones. 



La diosa Freya y la crisis de la levadura                                                                                                                                                                                                           



El ladrón de estrellas





The snowman